Cuando era pequeña, me encantaba estar en casa de mis abuelos. No tenía ni muchos juguetes, ni muchas películas ahí. Pasé días y días en esa casa, haciendo puzzles, tocando (aporreando) el piano, dibujando y pintando y leyendo libros del año de la picor.
En ese lugar, aprendí a dar rienda suelta a mi imaginación. Era divertida hasta la hora del baño, jugando con botes vacíos de suavizante que me daba mi abuela para jugar.
Y cuando era verano, mi abuelo me llevaba al parque.
De las cosas que más me hacían ilusión, era cuando tocaba lavar sábanas. El edificio en el que vivían mis abuelos tenía una terraza en el último piso, que estaba a la disposición de todos los vecinos para que pudieran tender sus sábanas, cortinas y otras piezas grandes.
Adoraba subir ahí.
Me escondía de mi abuela, entre dos paredes blancas de algodón. Salía dejando que las sábanas blancas se apoyaran sobre mi cabeza, sintiéndome como la princesa o la novia más hermosa de todo el reino...
Pagaría por volver a esa época. Volver a ver a mi abuelo, y que mi abuela volviera a tener tanta vitalidad. Y sentir que todo iría bien, siempre que estuviese con ellos.
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